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Bego me habla emocionada sobre el docu del Omega de Morente
mientras caminamos, cuando de pronto unos golpes machacones a lo lejos nos
detienen, una cadencia acompasada y contundente, como de tambores, solemne.
“Escucha, ¿qué es eso? ¿Que están ensayando la semana santa?”, dice. Pero no
estamos en Sevilla, sino en Villaverde Alto, Madrid, y los golpes no marcan el
paso de una cofradía sino el ritmo de una perforadora enorme en la obra de un
parking. El flamenco de tierra, el que perfora, el taconeo y el bombo,
desgarros precisos, la garganta que taladra, que grita como la flor y acalla al
cardo. El flamenco animal, pero no animal mitológico, un animal de ahora,
ravero, máquina. La electrónica dura y el cante jondo son vehículos de sentires
que en otras artes no encuentro. Su unión me parece fácil, casi lógica. Y sospecho
que no soy la única.