Hemos
estado picando en una de las grandes minas musicales de la década de los
sesenta (y, bueno, las manos también se han internado por los primeros
setenta). Se buscaban rodajas de funk y soul bailables; han aparecido toneladas
de rompepistas.
Fueron
años fértiles, donde se hacían discos con rapidez y eficiencia. Hay trabajos de
superestrellas (Aretha, Wilson), grabados con los mejores instrumentistas
disponibles, pero también artistas de popularidad regional o local, fogueados
por el directo, con ganas de zamparse el mundo. Son canciones con mensaje y
canciones con instrucciones para el mejor uso del cuerpo.
Todavía
hoy, esta música suena tan incandescente que hemos sentido la necesidad de
bajar la intensidad justo a mitad del programa. Escribe Bob Stanley en su
monumental Yeah! Yeah! Yeah! La historia
del pop moderno (Turner) que Barbara Lewis quizás fue “la artista más
infravalorada del sello Atlantic”. Que tenía una voz de jade pulido y que Hello stranger está entre la música de feria de atracciones y la música de
dormitorio: “moriría feliz el afortunado a quien, siquiera una vez en la vida,
le canten directamente esta canción.”
Pero
¿quién habla de morirse? Está prohibido hacerlo mientras Willie Rosario explica
las aventuras del Watusi por Nueva York o Wilson Pickett ruega a la locomotora
nº 9 que le devuelva a casa, a los brazos de la amada.