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Bill Withers era UN ARTISTA
ÚNICO: facturaba soul con una guitarra de palo, creaba funk con un grupo mínimo
(oigan su formidable Live at the Carnegie Hall). Lo hacía además desde una
perspectiva descarnada: con canciones de amor que no ocultaban sentimientos
oscuros, himnos a la amistad, evocaciones de una niñez donde las estrecheces se
combatían con calor familiar.


Cuando sacó su
primer elepé, Just as I am, TENÍA 34 AÑOS. Había adquirido una educación por
la vía accesible a los pobres de Estados Unidos: alistándose en las fuerzas
armadas. Como la grabación de ese primer disco se prolongó durante meses, le
asaltaron las dudas: suponía UN RIESGO el renunciar a su puesto en una fábrica
aeronáutica por las incertidumbres del show business. Pero Ain’t no sunshine fue un pelotazo y las siguientes canciones brotaron torrencialmente.

Hablamos en
pretérito ya que, a finales de los ochenta, Withers hizo lo impensable: SE
RETIRÓ.

Conviene recordar que, en el mundo de la canción, NADIE desaparece por
voluntad propia; el público puede jubilarte pero, mientras haya una mínima
demanda de tus servicios, el artista sigue al pie del cañón.

Resulta que a Bill
Withers NO LE GUSTABA la industria de la música: tuvo mala suerte con sus
discográficas. Quince años después de profesionalizarse, se marchó
silenciosamente, sin aspavientos: podía TRABAJAR CON SUS MANOS (de hecho, lo
hizo, en rehabilitación de viviendas).

En todo caso, disponía del colchón
económico

de los derechos de
autor de sus canciones. Que resulta que nunca se han dejado de vender, grabar,
samplear.

Sobre todo en los
últimos tiempos, a Bill Withers le han llovido honores, homenajes,
documentales, ofertas para volver a grabar/actuar. Y se ha negado. Un caso
único: UN HOMBRE DE PALABRA.