La mayoría de los conflictos relacionales pudieran resolverse fácilmente si no fuera por el orgullo. El orgullo es ese monstruo que dice: Yo estoy bien y tengo la razón o yo sé que estoy mal pero no lo voy a aceptar. El diccionario define el orgullo como “una prevalencia o una valoración desmedida de los intereses y los deseos propios, lo que implica un desprecio de lo hecho por los demás. Exceso de estimación propia, arrogancia, soberbia”. ¿Ya ve porque el orgullo es tan dañino? Lo opuesto al orgullo es la humildad, la cual es un reconocimiento de la realidad. La palabra Humildad proviene del latín humilitas, que significa “pegado a la tierra”. Es una virtud moral contraria a la soberbia, que posee el ser humano en reconocer sus debilidades, cualidades y capacidades, y aprovecharlas para obrar en bien de los demás, sin decirlo. De este modo mantiene los pies en la tierra. La persona humilde, reconoce su dependencia de Dios; no busca el dominio sobre sus semejantes, sino que aprende a darles valor por encima de sí mismo. El apóstol Pablo dijo una vez que no debemos tener más alto concepto de nosotros mismos del que debemos tener. Así es el humilde, no mira lo suyo propio, sino lo de los demás. Sale en ayuda de los afligidos, extiende su mano al menesteroso. Viene a servir y no ha ser servido.