La historia de la humanidad es una historia marcada por el pecado. Desde la desobediencia de Adán hasta nuestros días, vemos una y otra vez el fracaso moral del hombre. Muerte, guerra, pleitos, inmoralidad, adulterio, murmuración, egoísmo, blasfemia, robo, rebelión, odio, enojo, orgullo, mentira, codicia, celos, avaricia, idolatría, borracheras, y la lista podría seguir, pecado y más pecado es lo que se manifiesta en los pensamientos, actitudes, sentimientos y acciones de los hombres.
En lo que respecta al hombre, es la esclavitud al pecado lo que lo domina, lo consume y lo destruye tanto a nivel personal, como colectivamente.
Pero el pecado ha corrompido de tal manera al hombre que lo conduce por un espiral descendente a mayores niveles de perversidad e iniquidad. La maldad del corazón humano es evidente a todo nuestro derredor y no parece tener límites.
Todo esto no nos plantea un panorama muy esperanzador, sino más bien oscuro y depresivo. Y ciertamente lo seria si Dios no hubiera intervenido en esta situación.
Dios es por naturaleza misericordioso y amor, y movido por estos atributos es que Dios decidió actuar para salvarnos de nuestra condición de miseria moral y espiritual.
Debemos siempre exaltar al Señor por la abundante misericordia y amor que nos concedió al rescatarnos del pecado y de la muerte.