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La Biblia en varios lugares usa la ilustración de oro y plata que se purifican con fuego (Is 48:10; Zac 13:9; 1 P 1:7). El calor funde la aleación y libera los minerales ajenos incluidos en el metal. Estas impurezas suben a la superficie de donde el orfebre las quita. Repitiendo este proceso de depuración, el metal noble queda cada vez más fino y valioso. Los sufrimientos tienen el mismo efecto que este fuego purificador. En las adversidades se demuestra lo que realmente hay en nosotros. Sin embargo, el orfebre divino no hallará nada útil; por nuestra naturaleza pecaminosa nuestra vida sólo contiene desechos e impurezas. Únicamente si recibimos a Jesucristo, el Hijo de Dios, en nuestro corazón, Dios encontrará “material” valioso. Cristo pasó por el fuego de la purificación, cuando se dejó golpear, azotar y clavar en una cruz. Soportó los más graves sufrimientos, una agonía física indescriptible hasta la muerte y aun peor la amargura de la separación de Dios Padre.
Cristo murió en nuestro lugar para quitarnos el pecado y darnos un nuevo corazón que es útil, precioso y agradable para Dios. Él que acepta la obra redentora de Cristo y lo recibe como Señor y Salvador personal, tiene vida nueva y eterna. Aunque Cristo ya haya sufrido todo, Dios permite sufrimientos y adversidades
en nuestras vidas. Primero, para que este fuego nos demuestre que sin Cristo no hay nada precioso en nosotros; y luego, después de recibir a Jesús, para que seamos cada vez más puros y valiosos, más semejantes a él quien pasó primero por sufrimientos a la gloria: “Y si somos hijos de Dios, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Romanos 8:17).