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Una mujer había difundido una fea historia sobre su viejo pastor que rápidamente corrió por toda la iglesia y causó desgracia en todo el pueblo. Cuando la mujer poco después se enfermó gravemente, se arrepintió y confesó sus mentiras. Luego de haberse restablecido, le pidió perdón al pastor. “Claro que te perdono”, dijo el viejo pastor amablemente, “pero como en aquel tiempo me ofendiste tanto, quisiera pedirte ahora un favor”.
“Con gusto”, exclamó la mujer aliviada. “Anda a tu casa, mata una gallina negra y desplúmala completamente, hasta las plumas más pequeñas, sin perder ni una de ellas. Luego pon todas las plumas en una canasta y tráemelas”. La mujer pensó que se trataba de una antigua costumbre e hizo lo que le fue encomendado. Después de poco tiempo volvió con la canasta llena de plumas negras.
“Ahora anda lentamente por el pueblo y cada tercer paso dispersa algunas plumas. Al final sube a la torre de la iglesia y vacía el resto desde ahí. Luego regresa a mí”. Una hora más tarde, la mujer estaba de vuelta con la canasta vacía. “Bueno”, dijo el pastor, “ahora anda por todo el pueblo y recoge todas las plumas esparcidas, pero ¡ten cuidado que ninguna falte!” La mujer le miró asustada y protestó: “¡Eso es imposible! El viento ha dispersado las plumas a todas partes”. “Mira, lo mismo pasó con tus palabras maliciosas. ¿Quién las puede recoger y deshacer el daño? ¡Acuérdate de las pequeñas plumas negras antes de esparcir tus palabras!”
Te desafiamos a reflexionar con nosotros sobre las palabras que salvan, las palabras que hieren y las palabras que alientan.