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XXXIII Domingo Ordinario

Malaquías 3, 19-20: “Brillará para ustedes el sol de justicia”

Salmo 97: “Toda la tierra ha visto al salvador”

Tesalonicenses 3, 71-2: “El que no quiera trabajar, que no coma”

San Lucas 21, 5-19: Si perseveran con paciencia, salvarán sus vidas”

Ante la muerte de un grupo de jóvenes cruelmente asesinados, me preguntaban algunos

de sus parientes: “¿Están en el cielo nuestros muchachos? ¿Cómo puedo tener certeza

de que están con Dios? No puedo creer que se han ido. Los contemplo y me preguntó

qué hay más allá”.

Pregunta inquietante también para toda persona: ¿qué hay en el más allá? Jesús muchas

veces habló de la vida que hay después de la muerte. Siempre lo hizo con parábolas e

imágenes que nos invitan a una participación plena con el Padre pero que nos dejan

muchas lagunas en cuanto a la forma concreta de la vida que tendremos más allá.

Tenemos mucha curiosidad y muchas dudas, sobre todo cuando sufrimos la pérdida de

un ser querido o hemos estado en inminente peligro de muerte. El pasaje que hoy

escuchamos nos da pistas, no para descubrir cómo será el cielo, sino para enseñarnos la

forma en que debemos llevar la vida en vistas al final que se avecina.

Tres actitudes muy precisas nos recomienda hoy Jesús. La primera va en relación a

las seguridades que tenemos y a los valores que las sustentan. Nada más importante

para un judío que el templo pues significaba la presencia de Dios que los acompañaba,

sostenía y protegía en toda su historia. Sin embargo, para muchos de ellos la

arquitectura y el poder de la religión habían desplazado la fe y habían convertido los

sacrificios, los rituales y la construcción en signos más poderosos que el mismo Dios de

Israel. Por sus rituales dejaban a un lado los mandamientos más importantes pedidos

como verdadero culto: la misericordia y la justicia social. Que Cristo les diga que será

destruido, es para ellos una verdadera blasfemia, pero para Jesús es rectificar y dejar

bien claro que si el templo no posibilita una relación con Dios y con los hermanos, si

provoca divisiones sociales y relaciones injustas, no puede ser el sostén de la religión.

Se deja a Dios por un templo material. Llamada de atención también para nosotros que

ponemos muchas veces nuestra confianza no en la presencia de Dios, no en la relación

con los hermanos, sino en las estructuras materiales que subyagan y esclavizan.

Con los desastres ecológicos sufridos en algunos estados, han llegado también

interpretaciones alarmistas sobre los últimos días. Profetas que se atribuyen

conocimientos del fin del mundo y que tratan de infundir miedo para conseguir sus

propios fines. Las palabras de Jesús hoy nos ponen en alerta. Nadie puede decir “yo

soy”, pues está apropiándose el nombre divino. Nadie será dueño del tiempo y la

eternidad, sino solamente Dios. Es cierto que habrá persecuciones y divisiones, que

habrá desastres, pero nuestra confianza debe estar bien firme en el Señor. Ya San Pablo

reprendía a los habitantes de Tesalónica que pensando que el reino estaba ya próximo,

dejan de esforzarse y se dedican a la ociosidad. La Venida del Reino, lejos de

excusarnos de nuestras obligaciones, nos llena de mayor entusiasmo y de esperanza para

trabajar con más dedicación en su construcción. De ningún modo el pensar en la eternidad nos puede llevar a descuidarnos en nuestra tareas o a angustiarnos por lo que

vaya a pasar. Jesús nos llama a la verdadera esperanza que construye y dinamiza, que

se sostiene en la presencia eficaz de nuestro salvador en medio de todas las dificultades.

Cuando reconocemos que la violencia ha alcanzado límites insospechados se hace

necesario recordar estas palabras. No podemos darnos por vencidos sin poner todo

le estamos dando a las cosas, a las personas y a Dios. Amén