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Es un privilegio raro alcanzar la edad de cien años, observar con satisfacción los cambios de lenta maduración en nuestro país y saberse rodeado de reconocimiento internacional y también del aprecio de sus compatriotas. Más aún, cuando se trata de un diplomático que ha cultivado el difícil ejercicio de la discreción, evitando en la medida de lo posible convertirse en factor de enconos y división. Tal es el caso de Javier Pérez de Cuéllar.