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Nehemías 7:1-3 (La Palabra)
Tras reconstruirse la muralla y colocar las puertas, se designaron los porteros, cantores y levitas. A Jananí, mi hermano, y a Jananías, jefe de la fortaleza de Jerusalén, que era un hombre íntegro y que sobresalía entre los demás por el respeto a Dios les ordené lo siguiente: — No se abrirán las puertas de Jerusalén hasta que el sol caliente y deberán cerrarse con los correspondientes barrotes antes de que se ponga. Se establecerán, además, centinelas de entre los habitantes de Jerusalén para que hagan guardia cerca de su casa.
PENSAR: El capítulo siete de Nehemías es extenso y contiene muchos nombres, seguidos de cantidades de descendientes. ¡Qué maravilla, que de uno pueden salir cientos y miles! Participamos, por gracia de Dios, en la historia del pueblo de Dios, de generación a generación.
Al encontrarnos con listas de nombres en la Biblia, hay que leer con paciencia esos nombres, porque lo importante es que la historia del pueblo de Dios tiene nombres y apellidos. Son personas de carne y hueso. Las personas son lo más importante. El libro de Nehemías no se trata de ladrillos, cemento, piedras, concreto y planos de construcción. Más bien se trata de personas. El pueblo de Dios no consiste en un edificio material, en una construcción. El pueblo de Dios está compuesto por personas reales, con nombres.
En la obra del Señor, lo más importante son las personas, y no los proyectos. No los edificios ni los programas, sino las personas. No son las estructuras ni las articulaciones de la doctrina, sino las personas. Esto significa que, ante esta pandemia, nos vemos obligados a preguntarnos ¿qué es la iglesia? La pregunta se pone sobre la mesa ineludiblemente. Si no es el evento presencial del culto, si no es la música ni la predicación, si no es el espectáculo emotivo cuando estamos reunidos, entonces ¿qué es? Si no es el edificio con techos altos, ventanales adornados, luminarias y decoraciones hermosas, entonces ¿qué es la iglesia?
Lo más importante son los nombres de las personas, como en el largo capítulo siete de Nehemías. Por eso, como herederos del puritanismo del siglo XVII, los evangélicos del siglo XXI confesamos que la iglesia es la comunidad de los creyentes. En aquel siglo, los puritanos redescubrieron esta verdad teológica sobre la iglesia. La iglesia no es principalmente la institución, ni la estructura organizativa, ni el edificio, sino la comunidad de los creyentes, la familia de la fe. Hoy en día, ante el embate de la pandemia, tenemos que hacer este mismo redescubrimiento. La falta de reuniones presenciales no ha cancelado la existencia de la comunión de la iglesia.
Dios tiene un pueblo en el mundo, formado por personas con nombres. Y Dios mismo también participa. La iglesia no está compuesta sólo por los seres humanos, sino que Dios está en medio de su pueblo, también en la iglesia, en el centro de todo, dando vida y fuerza. Por eso la iglesia no es sólo una “asociación religiosa”, grupo humano que comparte las mismas creencias. No es así. Dios mismo también está presente en la iglesia. Por eso dice que cuando la reconstrucción terminó, se designaron tareas para el funcionamiento de las puertas. Pero la característica principal de los encargados de esa tarea no era ni su linaje familiar ni sus habilidades militares, sino porque eran hombres íntegros que tenían temor o respeto a Dios. El ingrediente principal del liderazgo debe ser que tengan respeto por Dios. Así fueron también los primeros diáconos, llenos del Espíritu Santo, modelo de fe. El liderazgo de la iglesia no depende de la elocuencia, capacidad, estudios, fuerza de voluntad, o personalidad que se impone, sino su temor de Dios, su relación con el Espíritu Santo, su fe en Cristo, la presencia de Dios en su vida.

ORAR: Señor, enséñanos qué es lo más importante en nuestro ministerio. Amén.

IR: Nuestra manera de vivir debe testificar del gran amor de Dios por su mundo.