La relación que prevalece en Ecuador entre la desigualdad socioeconómica y la mala salud va más allá de la cobertura y acceso a los servicios de salud o del hecho de vivir cotidianamente con mucha inseguridad.
Las afectaciones en la salud de la ciudadanía parte de varios factores claves del estilo de vida, pero en mayor número pueden explicarse por riesgos tales como fumar, el consumo de alcohol y la dependencia de la comida chatarra o de factores protectores como tener acceso a salud pública o privada. Sin embargo, algo más poderoso está asociado con las inequidades para generar y comprender los problemas de salud. De acuerdo con la evidencia disponible, este factor parece ser las consecuencias psicosociales estresantes de un nivel socioeconómico bajo.
Los epidemiólogos entendidos en la temática sugieren que, si bien la pobreza es mala para la salud, “la pobreza en medio de la abundancia (la desigualdad)” puede empeorar la mortalidad infantil, obesidad, tasas de homicidios y más. En este sentido, en un país como Ecuador con enormes desigualdades, presentar mala calidad de vida parece un desenlace predecible. Documentar cuando estos factores psicológicos y sociales influyen en la biología de la enfermedad es parte del problema, demostrar cómo estos factores productores de estrés afectan a cada persona, género, o comunidad, es otra cosa.
Hemos aprendido mucho sobre cómo la pobreza afecta la biología y la pérdida o preservación de la salud, además, se ha postulado públicamente que debe reducirse la creciente brecha de desigualdad para reducir o acabar con la pobreza.
Definitivamente la pandemia está erosionando la salud mental de millones de individuos y más aún de la sociedad ecuatoriana, los confinamientos, falta de empleo, angustias financieras, distanciamiento físico y social, temor al contagio, preocupación por familiares y amigos, incertidumbre y la lista de obstáculos cotidianos no es corta. Piezas periodísticas, estudios académicos y opiniones de expertos presentan un panorama cuesta arriba. Hace unos días se dio a conocer el que es hasta ahora el trabajo de mayor envergadura en el tema, sus conclusiones confirman la gravedad del asunto.
Para sufrir los efectos mentales de la pandemia fruto de los momentos más difíciles vividos no tienen límite, algunos estudios en primera instancia identifican a los adultos mayores como los mayores afectados siendo así también que los propios niños y adolescentes forman otro de los colectivos en riesgo de sufrir las secuelas mentales de la pandemia.
Frente a todo este panorama, los especialistas insisten en que las autoridades deberán proveer la cobertura adecuada, tanto informativa como de atención sanitaria, y quizá prepararse para una escalada tan ascendente de casos con necesidad de tratamiento como la de la propia pandemia, es decir acompañamiento de profesionales especializados en salud mental.
Pero también sugieren que, por nuestra parte, podemos ayudarnos a nosotros mismos: un sueño regular, una nutrición correcta, evitar hábitos tóxicos, mantener la actividad social, algo de ejercicio físico y el contacto con la naturaleza pueden contribuir a que, al menos en lo que se refiere a nuestra salud mental, la nueva normalidad sea lo más parecida posible a la antigua.