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El salmista le pide a Dios ayuda ante sus enemigos: 

«Mi corazón se estremece en mi interior, me asaltan pavores de

muerte; me invaden temor y temblor, me cubre el horror» (Sal 55, 5-6).

Y esta es la respuesta: 

«Deja en el Señor tu cuidado y Él te sustentará, que no abandona para

siempre al justo en la zozobra» (Sal 55, 23).

Puede suceder que, a pesar de todo, sintamos miedo. Pero ese miedo

desaparecerá si seguimos el consejo de Dios: dejar en Él nuestro miedo, confiar en Él,

agarrarnos a su brazo de Padre. ¡Y volverá la paz!

«Pero yo, aun el día en que me invade el temor, pongo en Ti mi

confianza. De Dios alabo la palabra, en Dios confío, no temo: ¿qué podrá

hacerme un hombre?» (Sal 56, 4-5).

Pienso ahora en los miedos que a veces nos invaden cuando debemos

mostrar ante los demás nuestra identidad cristiana, manifestar lo que somos: hijos de

Dios. En un ambiente anticristiano, eso es a veces difícil, y tenemos miedo al qué dirán

o pensarán de nosotros. Tenemos miedo al rechazo, a que nos releguen, a quedarnos

solos.

Dios nos dará su fortaleza para nadar contra corriente, ser fieles a la verdad, y no traicionar la fe. 

«Seréis salvos si os convertís y estáis tranquilos; en la serenidad y la confianza estará vuestra fuerza» (Is 30, 15).

Ayúdame, Señor, a reconocer mis miedos, que soy débil y vulnerable. Solo

si confío en Ti conseguiré superar el temor a todo lo que me hace sufrir. En tus brazos

encontraré la paz.