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El Señor nos pide, de muchos modos, que confiemos en Él. En el libro de los Salmos,

nos dice una y otra vez lo mismo:

«Encomienda al Señor tu camino, confía en Él, que Él actuará» (Sal 37, 5).

«Deja en el Señor tu cuidado y Él te sustentará, que no abandona para siempre al

justo en la zozobra» (Sal 54, 23).

Como un eco de todo el Antiguo Testamento, san Pedro nos exhorta en su primera

carta:

«Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de

vosotros» (1P 5, 7).

Y son solo tres ejemplos. ¿Por qué insiste tanto el Señor en que confiemos en Él? El

primer pecado fue de desconfianza y soberbia: «No moriréis en modo alguno; es que

Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios,

conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 4-5). Y se lo creen. Desde entonces, la tentación

de la desconfianza hacia Dios está siempre presente en nuestros corazones.

Para ser felices en esta vida (con la relativa felicidad que aquí podemos tener),

necesitamos confiar en Dios, y para confiar es preciso ser humildes: reconocer que con

nuestra inteligencia no podemos abarcar la sabiduría de Dios, no podemos entender

todos sus planes; pero, al mismo tiempo, hemos de estar totalmente seguros de que

nuestro Padre nos ama infinitamente, y no tiene ningún interés en engañarnos ni

hacernos daño, sino que quiere lo mejor para cada uno de nosotros, sus hijos. Por

tanto, podemos y debemos confiar totalmente en Él.

Señor: desde el comienzo de la historia, llevamos clavada en el corazón la espina de la

soberbia y de la desconfianza, y por eso Tú nos repites una y otra vez que confiemos

en Ti, que dejemos en tus manos nuestro cuidado, nuestras preocupaciones, porque

Tú cuidas de nosotros en todo instante. Haz, Señor, que confiemos de verdad en Ti,

que esperemos de Ti todo lo que necesitamos para nuestra felicidad y salvación.

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