Listen

Description

Parecen dos verdades incompatibles. La primera es la inmutabilidad divina:

Dios no cambia, porque es perfecto, lo tiene todo, no necesita nada: «Toda dádiva

generosa y todo don perfecto vienen de lo alto y descienden del Padre de las luces, en

quien no hay cambio, ni sombra de mudanza» (St 1, 17).

La segunda es la paternidad amorosa de Dios, que me lleva a preguntar:

¿Pueden un padre o una madre permanecer impasibles o inmutables ante los

sufrimientos y alegrías de sus hijos?

Dejando a un lado los debates teológicos sobre el tema, creo que

obtenemos una respuesta sencilla mirando a Cristo, que es Dios. «El que me ha visto a

mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Y entonces podemos decir que Dios nos ama con un

amor apasionado, con un corazón tierno; que llora, sufre y se alegra con sus hijos. Llora

por la muerte de su amigo Lázaro, y al contemplar la Jerusalén incrédula; se conmueve

ante el dolor de la mujer que ha perdido a su único hijo. Y sufre en el Huerto de

Getsemaní y en la Cruz. No, Dios no es un ser frío, duro e impasible. Dios sufre. Dios

sabe lo que es sufrir. 

«Si sufres –le dice el Señor a Gabrielle Bossis–, aquí estoy para sufrir

contigo. Y soy Yo quien sufro por ti. Únete bien, todo está en la unión. Y si crees

en mi amor, te será grato sufrir. Te parecerá que Me devuelves un poco lo que

Yo te he dado. ¡Qué amable intercambio aquel en que los corazones rivalizan de

amor!».

Cuando yo sufro, Jesús, mi Dios, sufre conmigo. Cuando recibo una herida,

le duele más a Él que a mí. Cuando me envía un sufrimiento, Él no se queda ahí

mirándome impasible, como si yo no significase más que una piedra para Él. ¡Si soy su

hijo! ¿Cómo va a permanecer impasible? 

Gracias, Dios mío, porque me acompañas en el sufrimiento y en la alegría.

Nunca sufro solo ni me alegro solo, ni moriré solo, porque Tú estás siempre conmigo.