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La mentalidad moderna (y no cristiana) que concibe al hombre como dueño absoluto

del mundo, ha contagiado nuestro modo de ver la realidad.

Esa concepción nos inclina a actuar como si Dios no existiera, como si fuéramos dioses,

y todo dependiera exclusivamente de nosotros. Queremos controlarlo todo. En

consecuencia, asumimos una responsabilidad que solo a Dios corresponde y que solo

Él puede llevar.

Pero si el ser humano echa al hombro un peso que excede sus fuerzas, se desequilibra,

se agobia, se rompe y se hunde. Algunas enfermedades psíquicas tienen ahí su origen.

La ansiedad y el estrés con el que vivimos habitualmente para “llegar a todo” pueden

ser la causa de muchas depresiones y agotamientos mentales.

Dios no nos pide eso. ¿Qué padre cargaría los hombros de su niño pequeño con un

saco de cien kilos? Nos pide cosas más sencillas: que dejemos a su cuidado la pesada

carga del futuro, que hablemos con Él, que tratemos con cariño a las personas que nos

rodean, que trabajemos por amor, que estemos alegres para hacer felices a los demás,

que llevemos con buen humor las pequeñas contrariedades de cada día… Si cargamos

con el saco enorme de las preocupaciones, no tendremos fuerzas para sonreír.

La consecuencia de no abandonar en Dios las preocupaciones y los problemas es que la

persona se encierra cada vez más en sí misma, hasta el punto de olvidarse de los que

tiene a su lado. Vive como si solo existieran ella y sus problemas, a los que da vueltas y

vueltas en su cabeza, una y otra vez. Se aísla de las personas con las que debería

convivir. Piensa que nadie la comprende, está de mal humor y se queja de todo. Esa

persona sufre y hace sufrir a los que la rodean.

Señor, no quiero ocupar tu lugar. Abandono en Ti todos los problemas y

preocupaciones que no puedo resolver y que me absorben el tiempo y la atención,

porque quiero tener la cabeza libre para pensar en los demás, en cómo hacerlos

felices. Sé que Tú te encargarás de solucionar las cosas mejor de lo que yo había

pensado.