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Solo confiamos de verdad en las personas a las que queremos y nos quieren. Para

confiar en Dios hay que estar convencido de que nos ama y para amarlo hay que

tratarlo.

«Deja un momento tus ocupaciones habituales, hombre insignificante, entra un

instante en ti mismo, apartándote del tumulto de tus pensamientos. Arroja lejos de ti

las preocupaciones agobiantes y aparta de ti las inquietudes que te oprimen. Reposa

en Dios un momento, descansa siquiera un momento en él.

Entra en lo más profundo de tu alma, aparta de ti todo, excepto Dios y lo que puede

ayudarte a alcanzarlo; cierra la puerta de tu habitación y búscalo en el silencio. Di con

todas tus fuerzas, di al Señor: “Busco tu rostro; tu rostro busco, Señor”» (San Anselmo,

Proslogion, cap. 1).

No solo al hombre de nuestro tiempo, también al del siglo XII le costaba dejar sus

ocupaciones agobiantes y entrar dentro de sí para reposar en Dios.

Los agobios y preocupaciones nos aceleran, estimulan nuestra actividad, nos impiden

estar en el presente, y hacen que sea cada vez más difícil descansar en Dios.

Pero ¡tenemos que hacerlo! Tenemos que pararnos, respirar, serenarnos, entrar en

nuestra alma, cerrar la puerta, y, en silencio, buscar el rostro de Dios. No es difícil. Nos

está esperando con una sonrisa, y pone el brazo sobre nuestros hombros, y nos atrae

hacia su corazón, como un Padre enamorado de su hijo, mientras nos dice: “Ya era

hora, hijo mío. Cuántas ganas tenía de estar a solas contigo”. Y nosotros, como niños

pequeños, reposamos la cabeza en el regazo de nuestro Padre.

Es necesario buscar el rostro de Dios para comprobar cuánto nos quiere, estar a solas

con Él, descansar en Él, sentir su amor, disfrutar de su cariño, abrazarnos a Él como

niños recién nacidos. Es así como crecerá nuestra confianza en Dios. Y es así como

sacaremos adelante nuestra vida, la familia, el mundo, con eficacia, pero con serenidad

y paz.

Señor, haz que busque siempre tu rostro, que mire a tus ojos, unos ojos que me

contemplan con ternura y me llenan de confianza. En ellos podré verme a mí mismo y

a los demás tal como Tú nos ves. Esa mirada es la que vale. No la nuestra. Si tengo

intimidad y confianza contigo, veré las personas y los acontecimientos con tus ojos: en

eso consiste la verdadera sabiduría, la fuente de nuestra paz.

«Señor, que yo vea con tus ojos,

que yo hable con tus palabras,

que yo escuche con tus oídos,

que yo trabaje con tus manos,

que yo quiera con tu voluntad,

que yo ame con tu corazón» (S. Josemaría).