En la mitología musical, el segundo álbum es un territorio de vértigo para los artistas: un abismo entre la promesa del debut y la presión de la inmortalidad, a veces con un contrato disquero en juego. No todos los artistas nacen bajo el mismo eclipse. Mientras algunos, como Nirvana, convirtieron su segundo disco "Nevermind" en un cataclismo cultural, otros —como Fleetwood Mac— necesitaron diez álbumes, un cambio de alineación y un éxodo a California para que "Rumours" (su décimo trabajo) los coronara como dioses del soft rock en los años 70. La llamada "maldición del segundo álbum" no es solo un fracaso comercial; es además el síntoma de una industria que exige genialidad instantánea, olvidando que el arte suele madurar en ciclos incómodos y transformaciones como la trayectoria de Pink Floyd, que comenzó sonando alegremente a lo que sonaba la alegre ola inglesa del inicio de los sesenta, para transformarse en una banda monumental del rock o "Siembra" de Rubén Blades & Willie Colón, que surgió en un momento que la salsa estaba en decadencia, pues los cantantes intentaban ingresar al mercado de la música de moda.