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Mucho antes de que se establecieran los sistemas de carreteras que hoy surcan la provincia y de que existiera el aeropuerto de Iguazú, que permite el arribo de viajeros de cualquier parte del mundo a ese punto tan particular y tan famoso de misiones. La puerta de entrada a este territorio era la ciudad de Posadas, a la que se arriba indefectiblemente por el río Paraná y a partir de 1912 en ferrocarril, pero ni siquiera el acceso por el río era sencillo, ya que una vez establecidas las líneas regulares de navegación. Los barcos remontaban el río hasta la ciudad de corriente. Es. Allí se trasbordaba otra nave de menor calado hasta Posadas y desde esta ciudad, cuando las cataratas comenzaron a ser visitadas a otro vapor que remontaba el último tramo del trayecto.


Lo que alteraba la regularidad de los arribos de las naves eran las crecidas o bajantes del río, pero en especial un punto resultaba decisivo. Los altos de a p algo más arriba de la ciudad de Ituzaingó, donde ahora está instalada la represa de jazz. Cuando el río estaba en bajante, las embarcaciones solo llegaban hasta Ituzaingó. Allí debían esperar sin saber cuánto tiempo y los pasajeros que tenían apuro debían proseguir el viaje por tierra. Para eso, un español residente en ese lugar disponía de un servicio de diligencias con las cuales traía hasta Posadas a los viajeros.


Pero escuchemos lo que nos dice de este servicio. Alejo Peyret, hacia el año 1880, enviado por la oficina de tierras y colonias para informar sobre las localidades más convenientes para la colonización de esta zona y cuando Posadas era todavía la trinchera de San José, este viajero nos cuenta careciéndose de fuerza motora suficiente para la navegación de esos parajes que no se atreven a pasar la corredera de apipé. Los barcos fondean en el Arenal de Ituzaingó. Tengo hay pues que subirse luego a la diligencia de colmeiro, un español bizarro y de muy buena voluntad con el que simpatizan todos los pasajeros, pero que con toda su buena voluntad colmeiro no puede hacer que los caminos no sean abominables en la arena, el barro y los bañados de la gran Laguna, donde hay forzosamente que caminar al tranco para no irse a pique en las zanjas, los arroyos pedregosos y en todos los accidentes de esa naturaleza primitiva. Luego hay que llevar provisiones de boca porque en el camino no se encuentra dónde comer, ni aún con dinero y hay que dormir a mitad de camino en un rancho de mala muerte y fastidiarse luego en las postas mientras vienen o no vienen los caballos. En resumidas cuentas, hay que gastar 2 días para andar 22 leguas. Y con la llegada a la trinchera de San José, concluyen para el viajero las comodidades y el confort de la vida civilizada. Desde allí en adelante ya no hay siquiera diligencias ni coches, solo carretas de bueyes y qué caminos, porque si llueve, todo se vuelve intransitable. Testimonios de otras épocas para recordar en estos tiempos de viajes confortables, con horarios de salida y arribo y dificultades allanadas.