Hoy, en estos temas acerca de “qué sabés de Misiones, tu provincia”, vamos a referirnos, y no será la única vez, a las impresiones que tuvieron aquellos que recorrieran las ruinas jesuíticas en tiempos que, a muchos años de abandonados los pueblos, los encontraron como ruinas cubiertas por la selva… y siempre con dificultades para poder acceder a ellas.
Los jesuitas fueron expulsados en 1767, y recién unos 100 años después, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando este Territorio comienza a ser visitado por exploradores, naturalistas, agrimensores y empresarios que ven las posibilidades económicas de la yerba mate y la madera, esos pueblos misioneros, antaño populosos, son reencontrados, solitarios y perdidos en el monte, por los viajeros. A partir de ahí comienzan a ser visitados y descriptos en algunos informes, mucho antes de convertirse, como lo son ahora, en atractivos turísticos. Martín de Moussy, Queirel, Holmberg, Ambrosetti y otros, están entre los que dejaron testimonio de cómo hallaron las ruinas, pero hoy vamos a referirnos a un viajero muy especial, como lo fue el escritor Leopoldo Lugones, que llega a Misiones en 1903, acompañado por un joven fotógrafo de nombre Horacio Quiroga y que como resultado de ese viaje, que dura un año, con desplazamientos a caballo de una a otra reducción, incluyendo las de Brasil y Paraguay, publicará el libro “El Imperio Jesuítico”, a través de cuyas palabras podemos aún apreciar lo que sentía un viajero que penetraba en aquella fronda que las cubría:
“Internado en ellas, el viajero llega abriéndose paso a fuerza de machete hasta alguna antigua pared o poste aislado que nada le indican para orientarse. Es indispensable dar con la plaza, que sigue formando aún en medio de la maleza un sitio despejado. Está, sin embargo disminuida, porque el bosque tiende a avanzar hacia su centro, pero su relativa desnudez, prueba que la vegetación ha buscado en efecto el barro negro de las paredes y el suelo abonado del pueblo…”
“La serenidad es inmensa, el silencio vasto como un mar, la soledad eterna. En perezoso desprendimiento caen aquí y allá las naranjas demasiado maduras; nubes de loros por unos instantes prorrumpen en estridente cotorreo…”
“Los montones de piedra delinean antiguas calles, cercados y recintos. Sobre el ábaco de un pilar, el que apenas se diferencia de los troncos cercanos, un güembé dilata sus hojas como un vasto macetón de vestíbulo; yérguense sobre los parapetos elegantes arbustos, y por todos los rincones cuelgan las avispas sus panales de cartón.”
Sin duda Lugones, en su prosa poética nos trasmite una impresión vívida de aquella paz selvática, aposentada sobre lo que quedara de aquellos pueblos que alguna vez estuviesen poblados por centenares de indígenas. Percibir las ruinas de ese modo sin duda debe haber sido un privilegio para estos viajeros de entonces, ya que con el tiempo, y a medida que estos pueblos fueran recuperados como centros de atracción turística, esa magia generada por la quietud de la selva, el silencio y la soledad se ha perdiendo. De allí que la evocación de estos testimonios tengan la particularidad de remontarnos a esos momentos únicos.