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Hoy, en este espacio sobre qué sabés de Misiones, tu provincia, vamos a evocar, llevados por el relato de un protagonista, cómo eran aquellos viajes por el río Paraná cuando por sus aguas navegaban los barcos de línea que llevaban pasajeros hasta Iguazú, y que hacían escala en todos los puertos. Toda una etapa de la vida de la provincia que hoy no sólo resulta lejana, sino también extraña, ya que en el río, por lo común desolado, apenas si vemos algunas embarcaciones de pescadores o recreativas pero ningún barco de pasajeros.


Para contar sobre esta experiencia  vamos a tomar el testimonio de uno de los tantos viajeros,  José Núñez, cuyo nombre no nos dice nada, pero que tuvo a bien dejar memoria de lo vivido durante su viaje realizado en 1932.


Nos dice este pasajero: “En Posadas cambiamos por segunda vez de barco,  trasbordando a la motonave “Guayrá”, más pequeña, pero nuevita y muy cómoda.


A las 8 y 20 emprendemos el viaje de 344 kilómetros desde Posadas hasta Iguazú y entramos en la parte más interesante y pintoresca del río. Dejamos el promontorio sobre el cual se extiende Posadas. Las alturas en que predomina el rojo de la tierra misionera, el verde oscuro de las plantas y la blancura de las casas graciosamente escalonadas van desapareciendo.


A medida que se remonta el Paraná va aumentando la belleza del paisaje. Las orillas cubiertas de tupida vegetación ostentan todas las gamas del verde y algunos tonos cobrizos. Los troncos viejos y nudosos se retuercen y bañan en el río mientras las lianas cuelgan en el vacío como serpientes enroscadas. De vez en cuando aparecen dos cortinas vegetales separadas por estrechas planicies. La de arriba ofrece a la vista elegantes palmeras, y la otra, variadísimas especies de árboles: lapachos, urunday, timbós, jacarandá, cedro... ya que el territorio de Misiones cuenta con más de setecientas clases distintas de árboles, lo que lo pone entre las regiones más feraces del mundo.


Las numerosas paradas o “puertos”, como aquí se denominan, son la peculiaridad de esta parte del viaje. Todos están al pie de la barranca, tan escarpada en algunos puntos, que permite al barco arrimarse directamente y colocar la tabla que sirve de planchada a tierra. Todos los pueblos, cuya edificación está desparramada se esconden en lo alto, atrás de la barranca, por eso ninguno es visible desde el río, salvo en contados casos en que asoma uno que otro edificio o galpón.


A las 22,30 llegamos a Montecarlo. En estas paradas nocturnas en cuanto el buque da los consabidos toques de sirena aparecen en la costa unas lucecitas. Los pasajeros bajan, o mejor dicho suben un empinado sendero.


Aproximándonos a Wanda el barco se desliza fácilmente por el río y a la mañana siguiente nos despertamos en Puerto Esperanza. Por fin a las 13 horas llegamos a la confluencia del Paraná con el Iguazú y a la vista de tres países doblamos a la derecha para llegar a Puerto Aguirre, punto extremo de nuestro viaje.


Imágenes… de una época en la que el río se navegaba y disfrutaba.