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Hoy en este espacio sobre que conocés de Misiones, vamos a
mencionar un relato que pone en evidencia un aspecto sórdido de la realidad de
la provincia en tiempos en que era, todavía, Territorio Nacional. Nos referimos
a los asesinatos de peones en los obrajes que luego el río se ocupaba de llevar
en su corriente. Un tema muy mentado en la literatura misionera, y por supuesto
en la crónica policial, pero tratado en este caso con la mayor economía de
palabras por un narrador prácticamente desconocido y, seguramente no nativo de
Misiones. Su nombre es Alberto Iglesias, y lo publicó en un libro de relatos, hacia
el año 1948, bajo el título  “Viene un
bulto a camalote”. Una narración que nos remonta a una época de sórdida violencia
e injusticias, encubiertas por el hermetismo de la selva.


Comienza contando que es el atardecer y él está solo,
acampado en la orilla del río, suponemos que pescando, y suponemos también que
es el Paraná, aunque no lo menciona. Ha prendido fuego y toma mate. Es la hora
en que el río comienza a aletargarse, -nos cuenta- y el monte levanta más y más
sus hombros oscuros. Las sombras se estiran, se deslizan, trepan, y ya comienza
la selva a acechar con sus ojos sin pupilas cuando:


“Repentinamente -dice- mi vista se agudiza allá, sobre el
filo de la corriente. Un bulto blanco, opaco, viene girando desganadamente por
las aguas que se desplazan con lentitud. Se abre un borbollón: gira  blando el bulto, avanza en línea recta, se
detiene, cambia de ruta, y entra finalmente al remanso, moviéndose raro,
grotesco y pesado.


Su aspecto me intriga. No puedo dejar de mirarlo. Abandono mi
sempiterno mate, voy hacia la canoa, empuño los remos y avanzo en dirección al
bulto, para satisfacer mi curiosidad.


Me acerco al bulto, es el cadáver de un hombre, descompuesto,
hediondo, desfigurado. Flota boca abajo. Con la punta del remo lo doy vuelta y
mientras lo mantengo así, con la otra empuño la linterna. La muerte hace una
mueca en sus dientes al aire. Las cuencas de sus ojos se hacen más hondas, más
horribles a la luz de mi linterna. El zarpazo de la muerte, rápido y firme se
muestra en el hachazo bárbaro que hunde y divide la frente. La luz de mi
linterna se clava, se obsesiona sobre esa pesadilla.


Las ropas de mensú del cadáver, hablan de algún oscuro drama.
Quiero imaginar lo sucedido, pero la muerte, patente y brutal, enclavada en
aquella cabeza deforme, me impide pensar. La miro, nomás.


Vuelvo al campamento, avivo el fuego, y retorno, solitario, a
tomar mate.


El viento me trae el olor del muerto que sigue en el remanso.
No aguanto más y vuelvo a la canoa, me dirijo otra vez hacia el bulto, y me
arreglo para empujarlo con la proa, de vuelta a la corriente. A cada remada, el
bulto chapotea sordamente en las aguas oscuras. Finalmente reemprende su largo
viaje, río abajo, tapado por las sombras.


Nuevamente al lado del fuego, continúo mi interrumpido mate,
y pienso un poco en la muerte.