El silencio, en la vida cristiana, no es vacío sino espacio para Dios: abstenerse voluntariamente del ruido y de hablar para que su Palabra ordene la mente, se aquiete el corazón y pueda oírse la voz de Cristo. No es huida, sino complemento de la comunión y el servicio; aclara motivos, corrige rumbos y devuelve sobriedad a los deseos. Practicado a diario en breves retiros, vuelve el interior tierra fértil donde crecen el discernimiento, la obediencia y la paz.