Hay momentos en los que el alma se encuentra en medio de dos voces: la que calma y la que confunde, la que impulsa a creer y la que invita a dudar. Una voz susurra fe, esperanza y propósito; la otra, temor, cansancio y rendición. En ese silencio interior, Dios enseña a reconocer Su tono: no grita, pero transforma; no presiona, pero guía. Escuchar la voz correcta no depende del ruido externo, sino de la quietud del corazón. Porque cuando el alma aprende a distinguir la voz del Padre, las demás pierden poder, y lo que antes generaba incertidumbre, ahora se convierte en dirección divina.