La sociedad nos arroja a la competencia, a la simulación, a ser mejores y más funcionales mediante una sensación de carencia.
En el camino perdemos nuestra humanidad, la capacidad sentirnos, de tolerar al otro y de sentir gratitud por el devenir de nuestra existencia.
Obsesionados con la cúspide, con la redención, abandonamos al otro y de paso a nosotros mismos.
¿Por qué la gratitud puede ser un recurso interno de transformación en medio de un mundo indolente de sí mismo?