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Hay adiós que llegan de repente, hay adiós que no vienen preparados, que como estrellas fugaces se plantan en nuestra alma y fulminan futuros. Hay adiós en forma de cobardes mensajes que dilapidan relaciones, despluman en tan solo una tecla, miles de verbos infinitos; compartir, conocerse, entenderse, cuidarse, regañarse, enseñarse, amarse, compadecerse, curarse, mostrarse, hay adiós que dejan un constante halo en el presente de angustia, sufrimiento y algo de dolor, en lugares puntuales cerca del pecho, esa zona izquierda donde el tamborileo del corazón se hace más audible. Y hay adiós que llegan con la ida de un ser querido, ese pilar de vida, ese padre que supo construir con sencillez y cordura unos esquemas que se desvanecen con su último aliento, con su último parpadeo en soledad y silencio. ¿Quién podía imaginarlo? Hoy cortando un árbol, preparando la leña para el fin de semana, mañana su último suspiro, su adiós que deja sobrecogidos a esa mujer, esa hija, ese nieto… esas eternas ondas de conocidos que han perdido un amigo, un cliente, un compañero… su marcha… deja pensando en esa ineludible amiga que es la muerte. Que mejor consejo que decir: que el adiós no te pille desprevenido.

Navega con nosotros en la reflexión sobre el adiós, en la carta de una madre a su hija que no cree ni en ella ni en la vida, un polvo de estrellas por descubrir y cierra estas ondas de sonido con una brillante e íntima poesía de Teresa Mateo.

 Y recuerda dilo hoy, siéntelo hoy, atrévete hoy.