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«Me cercaban olas mortales, torrentes destructores me aterraban, me envolvían las redes del abismo; en el peligro invoque al Señor; desde su templo Él escuchó mi voz» (Sal 17,5-7).



«Que tu amor y tu misericordia dirijan nuestros corazones, Señor, ya que sin tu ayuda no podemos complacerte».



«Hemos sido rescatados a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha» (1 Pe 1,19).



Salmo 7:

En ti, Dios mío, me refugio:

de mis perseguidores, sálvame.

No permitas que algunos, como fieras,

me destrocen y nadie me rescate.



Tú que llegas, Señor, a lo más hondo

del corazón humano,

Tú júzgame, Señor, según mis méritos;

conforme a mi inocencia, da tu fallo.

Apoya al hombre recto,

Pon fin a la maldad de los malvados.



Tengo mi escudo en Dios,

que salva a los de recto corazón.

Alabaré al Señor por la justicia

y cantaré el nombre del Altísimo.



Padre Nuestro, Ave Maria, Gloria.  



«La sangre derramada por Cristo reproduce en nosotros la imagen del rey: no permite que se malogre la nobleza del alma; riega el alma con profusión, y le inspira el amor a la virtud. Esta sangre hace huir a los demonios, atrae a los ángeles...; esta sangre ha lavado a todo el mundo y ha facilitado el camino del cielo» (Homilía 45, sobre el Evangelio de San Juan).



Señor, mis obras, son a veces como frutos malos, pues proceden de la

raíz, del pecado; cambia y purifica mi corazón para que todas mis

acciones broten de un manantial sano, puro y santo, y siempre se dirijan

hacia ti, para darte gloria y alabanza con todas ellas. Te lo pido a ti, único amor verdadero, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.