Allí estaba... sentado en una banqueta, con los pies descalzos sobre las baldosas rotas de la vereda; gorra marrón, manos arrugadas sosteniendo un viejo bastón de madera; pantalones que arremangados dejaban libres sus pantorrillas y una camisa blanca, gastada, con un chaleco de lana tejido a mano. El anciano miraba a la nada…
Y el viejo lloró, y en su única lágrima expresó tanto, que me fue muy difícil acercarme a preguntarle, o siquiera consolarlo. Por el frente de su casa pasé mirándolo, al voltear su mirada la fijó en mi, le sonreí, lo saludé con un gesto, aunque no crucé la calle... no me animé, no lo conocía, y si bien entendí que en la mirada de aquella lágrima se mostraba una gran necesidad, seguí mi camino, sin convencerme de estar haciendo lo correcto.
En mi camino guardé la imagen, la de su mirada encontrándose con la mía.
Traté de olvidarme. Caminé rápido como escapándome. Compré un libro y, ni bien llegué a mi casa, comencé a leerlo, esperando que el tiempo borrara esa presencia.... pero esa lágrima no se borraba...
Los viejos no lloran así por nada, me dije.
Esa noche me costó dormir, la conciencia no entiende de horarios, y decidí que a la mañana volvería a su casa y conversaría con él, tal como entendí que me lo había pedido. Luego de vencer mi pena, logré dormir.
Recuerdo haber preparado un poco de café, compré galletas, y muy deprisa fui a su casa convencido de tener mucho por conversar.
Llamé a la puerta, cedieron las rechinantes bisagras y salió otro hombre.
Extrañado por lo que me decía, lo miré pidiéndole más explicación.
Luego de servir un poco de café, me llevó hasta donde estaba su diario, y la ultima hoja rezaba:
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