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"A la Iglesia no le hace falta otro hijo menor o mayor, sino un padre que viva con las manos abiertas, siempre dispuesto a acoger".

Esta idea la saqué tras la lectura de un libro de espiritualidad. El autor, basándose en la parábola del hijo pródigo, dedica un capítulo a hablar del hijo menor y otro del hijo mayor, antes de pasar a hablar del Padre.

Todos, cuando leemos esta parábola, que por cierto la encontramos en el evangelio de la misa de hoy, nos sentimos muchas veces identificados con los hijos. A veces somos como el hijo menor: nos vamos de casa, nos alejamos de Dios, malgastamos la herencia que nos dio, es decir, nuestros dones, talentos, oportunidades y capacidad. Otras veces somos más bien como el hijo mayor, estamos físicamente en casa, vamos a la Iglesia, nos confesamos y comulgamos, pero vivimos como esclavos, nuestra relación con Dios es formal y burocrática.

Sin embargo, el autor de este libro nos invita a dar el paso, a no limitarnos a vivir esta parábola y nuestra vida desde la posición de los hijos, sino del padre. “A la Iglesia no le hace falta otro hijo menor o mayor, sino un padre que viva con las manos abiertas, siempre dispuesto a acoger”. Y decimos padre tomando como ejemplo la pintura de Rembrandt, “El regreso del hijo pródigo”, en el que se ve al padre acogiendo a su hijo que llega con la ropa sucia y rota, abrazándole con sus manos que, si nos fijamos bien, son distintas: una mano varonil, más fuerte y rígida; otra femenina, más suave y tierna. Dios es padre y madre a la vez.

¿Qué tanto reducimos nuestra fe a ser siempre hijos, es decir, receptores del amor y de la misericordia de Dios, o qué tanto buscamos dar el paso a que toda esa experiencia nos ayude a ir adquiriendo las cualidades del Padre, a ser personas que acogen, abrazan, perdonan?

Nuestra fe no se reduce a recibir amor, a buscar paz. Todo eso por supuesto que es importante, pero lo es en la medida en que nos lanza a ser misericordiosos con el prójimo, compasivos y serviciales. Una fe que no se nota en las obras está muerta, es una falsa fe, por más que comulguemos y nos confesemos.

Pero qué difícil es vivir así si antes no hemos experimentado el abrazo de Dios Padre. Por eso pidamos en esta Cuaresma esta experiencia. Experimentar o, si es el caso, volver a experimentar el amor incondicional de Dios, para luego volvernos, como dice el evangelio de San Lucas, “misericordiosos como el Padre”.