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La palabra que más se repite en el evangelio de hoy es "recompensa". Puede llamar la atención esto, considerando que normalmente en el Miércoles de Ceniza nuestra mirada se detiene más en el compromiso, en el esfuerzo que requiere el camino de la fe. Sin embargo, hoy Jesús nos invita a fijarnos más en este término, la recompensa.

Pero hoy Jesús nos invita a distinguir entre dos tipos de recompensa a los que podemos estar aspirando: la recompensa de los hombres o la recompensa de Dios. 

La primera, la recompensa de los hombres. Es transitoria, un disparate al que tendemos cuando la admiración de los hombres y el éxito mundano son lo más importante para nosotros, la mayor gratificación. Es una ilusión, un espejismo que, una vez alcanzado, nos deja con las manos vacías.

La segunda, la recompensa del Padre. Es eterna, es la verdadera y definitiva recompensa, el propósito de la vida, el modo de ser felices y santos.

El rito de la ceniza, que recibimos hoy sobre la cabeza, tiene por objeto salvarnos del error de anteponer la recompensa de los hombres a la recompensa del Padre.

Este signo austero, que nos lleva a reflexionar sobre la caducidad de nuestra condición humana, es como una medicina amarga pero eficaz para curar la enfermedad de la apariencia. Es una enfermedad espiritual, que esclaviza a la persona, llevándola a depender de la admiración de los demás.

El problema es que esta enfermedad de la apariencia socava incluso los ámbitos más sagrados. Y es sobre esto en lo que Jesús insiste hoy. Incluso la oración, la caridad y el ayuno pueden volverse autorreferenciales. En cada gesto, inclusive en el más bello, puede esconderse la carcoma de la autosatisfacción. Entonces el corazón no es completamente libre porque no busca el amor al Padre y a los hermanos, sino la aprobación humana, el aplauso de la gente, la propia gloria.

Vivamos estos medios que la Iglesia nos propone en la Cuaresma, oración, ayuno y limosna, buscando no la recompensa de los hombres, no el aplauso mundano, sino la recompensa de Dios.