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Llegamos al día veinte de la Cuaresma. Estamos justamente a la mitad del camino.

La lectura de la misa de hoy nos habla de Naamán el Sirio. ¿Quién era Naamán? Era un valiente general del ejército arameo en el que se daban contrastes. Junto a su fama, sus honores y su gloria, este hombre estaba obligado a vivir con lepra. Su armadura, la misma que le proporcionaba prestigio ante los hombres, en realidad cubría una humanidad frágil y herida, enferma de lepra.

Esta contradicción la observamos también nosotros en nuestra vida. Vemos cómo hay en nosotros, al mismo tiempo, grandes dones y grandes miserias, grandes éxitos y grandes miserias. A veces los grandes dones son las armaduras para cubrir nuestras fragilidades.

Pero, ¿qué hizo Naamán el Sirio? En algún momento de su vida comprendió que no podía pasar toda su vida detrás de una armadura, negando su lepra. Se puso en camino y fue en búsqueda de alguien que le pudiera ayudar. Fue con el profeta Eliseo y éste le pidió bañarse siete veces en el Jordán. Naamán no lo entendió al inicio, pero luego de una lucha interior aceptó, obedeció y se curó.

¿Qué podemos aprender nosotros?

1. Que no podemos esconder nuestra lepra. Tenemos que ser humildes y mostrarla a Dios, así como a otras personas que puedan fungir como instrumentos para ayudarnos a curarnos. No podemos vivir detrás de máscaras, de armaduras, de blindajes. Tenemos que aceptar lo que somos, quiénes somos. Vivir en la verdad.

2. También podemos aprender de Naamán a ponernos en camino, a buscar la curación, a buscar la ayuda en la Iglesia, en los sacramentos, en la oración. No dejar que la lepra nos consuma.

3. Finalmente, aprender a ser sencillos en los caminos que la Iglesia nos ofrece para curarnos. No dudar, como lo hizo Naamán al inicio. Confiar en que la obediencia a lo que nos pide la Iglesia será de gran ayuda.