“En el peligro invoqué al Señor, grité a mi Dios; desde su templo él escuchó mi voz, y mi grito llegó a sus oídos” (Salmo 33).
Escuchamos estas palabras en la misa de hoy. Nos invitan a preguntarnos si somos capaces de gritar y clamar a Dios o si nuestra boca ya ha enmudecido por la rutina o la desconfianza en el poder salvador de Dios. Nos invitan a reflexionar sobre el poder de un grito.
El salmista solamente está repitiendo algo que ya había vivido el pueblo de Israel. Dice el libro del Éxodo: “Los israelitas, que gemían en la esclavitud, hicieron oír su clamor, y ese clamor llegó hasta Dios, desde el fondo de su esclavitud” (Éxodo 2, 23).
Qué interesante es ver que la liberación del pueblo de Israel comenzó por un grito que fue escuchado por Dios. Dios escucha siempre nuestros gritos, especialmente esos que salen de lo más profundo de nuestro corazón, gritos a veces silenciosos, gritos a veces en forma de tristeza, depresión o dolor. Pero Dios siempre escucha.
¿Cuál es la reacción ante esos gritos? “Dios escuchó sus gemidos y se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob” (Éxodo 2, 24). Dios se compadece, las entrañas del Señor sienten misericordia y vienen a liberarnos de nuestro Egipto, de nuestras esclavitudes del pecado.
Pidamos a Dios en esta Cuaresma la gracia de gritar, de clamar, de dejar que nuestro corazón pida ayuda a Dios cuando lo necesite.