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El Estado moderno existe para promover y asegurar el bienestar general de los ciudadanos. Para eso dicta las reglas de juego al que se someten las empresas y las personas y, además, presta servicios que son esenciales para el bienestar de la sociedad. 

En el Perú, si bien en las últimas décadas hemos visto el emprendimiento de importantes reformas legales, de mayor crecimiento económico y un mayor gasto público, aún no conseguimos que el Estado funcione como los ciudadanos quisiéramos.

Al 2020, aún tenemos un 15% de viviendas urbanas expuestas a inundaciones, cerca del 5% de la población sin acceso a agua por red pública, 23% sin acceso al servicio de alcantarillado y un 14% ha sido víctima de un delito en el último año, entre otros datos preocupantes.

La debilidad no solo refleja la falta de efectividad gubernamental. Los datos confirman que la negligencia y corrupción son parte de la explicación. La Contraloría ha identificado que alrededor del 12.6% del gasto se pierde por esas razones.

La ineficiencia del Estado produce además un grave daño en la confianza que los ciudadanos depositan en sus instituciones. Si queremos un Estado orientado al bienestar ciudadano tenemos que promover su mejor funcionamiento, reducir el comportamiento oportunista y negligente de funcionarios y servidores públicos y, por supuesto, atacar la corrupción.

La corrupción y la impunidad desaniman además la participación ciudadana en la política y en la fiscalización del accionar de las entidades públicas. La ausencia de la vigilancia ciudadana facilita el desarrollo de actividades delictivas y la creación de estructuras que terminan dificultando el funcionamiento adecuado de la democracia. ¿Por qué? Porque el desinterés y la falta de ciudadanos informados induce a que los malos funcionarios públicos y las malas  autoridades electas por voto popular, continúen delinquiendo sin  que recibir el rechazo ciudadano.  

Y cuando una democracia se deteriora, es casi seguro que aumente la corrupción debido al debilitamiento de los controles y contrapesos institucionales, la independencia del sistema de justicia y la restricción de espacios para que la sociedad civil pueda fiscalizar. 

La corrupción, no solo hace menos eficiente la provisión de bienes y servicios públicos, al inflar los precios o al cobrar sobornos, sino que, además, la necesidad del secretismo de los actos de corrupción induce a crear procedimientos complejos que generan ineficiencias en todo el sistema público, provocando un daño incluso más perjudicial que el soborno mismo. La impunidad es tal vez uno de los factores que más contribuyen a perpetuar los niveles de corrupción e ineficiencia que se observan en la administración pública. 

La Contraloría, en los últimos 4 años, ha redoblado su presencia a nivel nacional y, aún con la pandemia, produce la mayor cantidad de servicios de control que nunca en su historia (cerca de 27 000 en 2020). Sin embargo, de los 13 262 funcionarios denunciados ante el Ministerio Público por esta Entidad Fiscalizadora Superior entre 2009 y julio 2021, sólo el 4.6% de ellos tienen sentencia, y de este grupo, solo 84 una condena efectiva. 

Ahora, con la recuperación de la capacidad sancionadora de la Contraloría, nuestra lucha contra la corrupción y la impunidad se fortalece, ese es nuestro compromiso.