Desde la creación del reino franco por Childerico y su hijo Clodoveo a partir de 458, hasta que el papa León III puso en la cabeza de Carlomagno la corona de Emperador de Occidente en el año 800, numerosos cambios y acontecimientos decisivos jalonaron la evolución del nuevo Estado hasta darle su idiosincrasia particular y su papel propio en la historia de Europa.
César Cantú, en el volumen número 13 de su magna “Historia universal”, nos presenta de este modo al pueblo franco: “(se dividen) en dos ramas, la de los salios y la de los ripuarios. El nombre de los últimos provínoles de que ocuparon las provincias de la Galia y de la Germania en las dos orillas del Rhin, de Colonia a Coblentz y al este hasta Juldo, donde se repartieron sin duda las tierras con los propietarios primitivos; los salios, que poseían una parte de la isla de Batavia y de la Toxandria, confinaban al norte con los tongros, en cuyas fronteras se alzaba Dispargun (que era la residencia de sus jefes militares, elegidos entre las familias más distinguidas y designados con el título de reyes.”
La dinastía merovingia surge de la aristocracia franca. Este pueblo germano constituía una liga desde el siglo III de nuestra era y, empujado por el imperio de los hunos, se fue instalando progresivamente y con toda legalidad en el Noreste del Imperio romano, muchos de ellos se integraron en el ejército romano mientras que otros se instalaron como colonos. Dicha afluencia franca en el norte de la Galia se intensificó en la misma medida en que fue declinando la autoridad del Imperio romano de Occidente. Allí, ciertas familias, enriquecidas por su servicio a Roma, adquirieron un poder local considerable. Una de ellas, la de Childerico I y su hijo Clodoveo, se va a imponer y a fundar la primera dinastía real franca, la de los merovingios, que recibe su nombre de un improbable y legendario Meroveo, quien, parece ser, venció a los hunos de Atila en Mery-sur-Seine.
Ahora bien, ¿qué se hizo de la dinastía merovingia? Eliminar todas las líneas, directas e indirectas, de una dinastía puede resultar tarea ardua. Y aquí es donde Dan Brown lanza su bomba nuclear con una tesis fascinante en múltiples aspectos, uno de los cuales es que no solamente el misterio del Santo Grial ( Sang-raal o Sangre real, en español), o sagrado femenino, se cifra en la especial naturaleza de esta dinastía, cuyo origen se remonta nada menos que al propio Jesucristo, quien, según esta tradición, casó con María de Magdala, o María Magdalena, y tuvo descendencia, sino que, más aún, dicha dinastía persiste en nuestros días. Claro que, la obra en cuestión, “El código da Vinci”, por supuesto, es una novela, es decir una obra de ficción, en cuyo género resulta perfectamente legítimo inventar, fabular.
Partiendo de este hecho incuestionable, dos investigadores franceses, Marie-France Etchegoin y Frédéric Lenoir, deciden agarrar la madeja del “Da Vinci code” y tirar de los hilos para ver de separar lo verdadero de lo falso en la novela y escriben su estudio titulado “Code da Vinci. L´enquête.”