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El pasaje de Juan 10,31-42 se sitúa en el contexto del ministerio de Jesús en Jerusalén, donde los líderes religiosos judíos han comenzado a cuestionar su autoridad y su enseñanza. En este caso, los fariseos han acusado a Jesús de blasfemia, al afirmar que él y Dios son uno. Para ellos, esta afirmación es una clara muestra de que Jesús se hace igual a Dios, algo que ellos consideran inaceptable.

Jesús responde a esta acusación con una argumentación sólida, basada en las Escrituras. Él les dice que su obra y sus palabras son el testimonio de que él es el Mesías enviado por Dios, y que por lo tanto tiene una relación única con el Padre celestial. Jesús les dice a los líderes religiosos que no creen en él porque no son de sus ovejas, y que su incredulidad es un reflejo de su falta de relación con Dios.

En este pasaje, Jesús defiende su enseñanza y su identidad divina ante sus oponentes, desafiándolos a reconocer la verdad sobre él. La respuesta de los fariseos demuestra su falta de fe y su resistencia a aceptar a Jesús como el Mesías.