"Una joven pareja, un poco agobiada por la ciudad, se fue a vivir al campo, con su par de perros labradores. Viviendo ya en su casita del valle, hicieron amistad con un matrimonio vecino, que tenía huertas y cría de conejos. Una mañana, los vecinos fueron a decirles que debían irse a la ciudad y que regresarían al día siguiente. La mañana transcurrió tranquila, pero después del mediodía los perros llegaron hasta la cocina con sendos conejos muertos en la boca. La pareja se estremeció con tan inesperada cacería y conversaron sobre qué hacer. Decidieron no decirles nada a sus vecinos y devolver los conejos a sus nichos. Así que fueron a los corrales y los dejaron sobre sus camitas. Volvieron a la casa, con el alma un poco marchita, y en silencio siguieron viviendo lo que quedaba del día. A la mañana siguiente, los vecinos tocaron a la puerta. Cada uno traía en sus manos un conejito muerto. Antes de que hubiese tiempo de salir de ese espanto doméstico que estaban esperando desde el día anterior y con el que habían pasado toda la noche, los vecinos les dijeron: „Los encontramos en sus camitas esta mañana; estamos aterrados, pues ayer los habíamos enterrado en el jardín.“
Anonimo.