El tema de hoy es válido para sacerdotes, hermanas religiosas, monjitas, pastores y todos los ministros de Dios, y es nuestra intención hoy el concientizarnos todos de que debemos orar mucho por los sacerdotes y ministros religiosos porque nosotros más que nadie somos atacados por el enemigo para que no hagamos la hermosa obra que Jesús nos mandó de salvar y santificar almas fincando el Reino de Dios.
He sido sacerdote por 33 años, primero diocesano, ahora religioso misionero y antes fui seminarista por 12 años con vida Pastoral los fines de semana y la vacaciones junto con un par de años intermedios en mi carrera trabajando en ministerios parroquiales y empleos del mundo.
He vivido, convivido y ministrado con cientos de sacerdotes tanto en México como en Estados Unidos y he visto cómo Dios trabaja en los sacerdotes para bendecir a su pueblo y cómo el diablo trabaja también incansablemente para desviarnos de nuestra misión donde junto con Jesús debemos llevar la salvación y la santificación a su pueblo; este llamado a ser apóstoles de y con Jesús es un honor inmerecible que Cristo nos ha dado.
Durante la formación en el seminario, junto con los muchos estudios, aprendemos a distinguir entre una vida de pecado (que quizá algunos teníamos antes de entrar al seminario) y una vida de santidad a la cual todos estamos invitados y debemos aspirar.
Pronto el enemigo comienza su acción y algunos durante el seminario caemos en el orgullo al adquirir una sensación de “superioridad”; vamos a las parroquias a ministrar como parte de la formación y nos sentimos alagados por la atención y deferencia que muchos feligreses nos dan; también nos afecta nuestra percepción imaginaria de “importancia” y “dignidad” al servir en el altar y otros ministerios; y para colmo a algunos los familiares también nos halagan, por todo esto nos sentimos grandes, importantes y se nos empieza a inflar el ego. La humildad si es que teníamos alguna o comenzábamos a tenerla, sale disparada por la ventana.