La lucha contra la discriminación racial es una de las grandes tareas que Naciones Unidas ha emprendido, basándose en la gran desgracia mundial de las últimas décadas, relacionadas con el apartheid. La ONU se ha pronunciado contundentemente y tratado de sensibilizar a la opinión pública mundial respecto a los grandes peligros y las graves consecuencias que ocasionó el apartheid, pero además sobre las secuelas que deja la segregación en las personas y grupos sociales que son víctimas de este hecho. Sin embargo, los colombianos ni siquiera nos damos por enterados.
Es de agregar que, en Colombia, el reconocimiento a las comunidades afrocolombianas a través de la Ley 70 de 1993, donde se abre un camino claro y contundente hacia la plena ciudadanía de esta población tras la abolición de la esclavitud, ha sido algo significativo. Esta ley ha permitido la lucha por la dignidad de este colectivo desde otro ángulo, pero, indiscutiblemente, no ha sido suficiente, pues el racismo aún sigue vigente y se ha acentuado ahora más que nunca. Un ejemplo de esto es la explosión de expresiones y actitudes racistas hacia algunos políticos afrocolombianos, ahora que hay una significativa representación de estos en las candidaturas vicepresidenciales y empiezan a destacarse en un escenario que les ha sido esquivo.
La realidad en Colombia es que es un país dominado política, económica y mediáticamente por una élite de tez clara, no obstante ser una mezcla de indígenas, europeos y africanos. Aun así, muchos de ellos se consideran de raza aria y se ven como seres superiores. En efecto, son muchos de estos —no todos— los que tratan, a como dé lugar, de usar un lenguaje racializado, enfatizando en las diferencias étnicas y dejando el mensaje de que los negros y los indígenas son seres inferiores. Lo más indignante es que cuando las víctimas rechazan este tipo de agresión, se les tilda de resentidos y resentidas sociales.