En los 80, tuve que huir, literalmente, de la sala del cine, porque sentía que me faltaba el aire, que me iba a desmayar. La sesión de tortura del Crimen de Cuenca, de Pilar Miró, me superó. Si la viera de nuevo, seguro que los efectos especiales ni se compararían con los del cine de hoy. Aunque, el efecto especial más crudo era que la peli se basaba en hechos reales.
La sesión de tortura de Perros de la calle, que no es una historia real, también es brava. También me complicó. Pero creo que eso es por el clima que crea Tarantino, con una radio a todo volumen y el torturador, sonriendo y tirando pasitos.
Igual es cine y uno, como espectador, debería poder abstraerse, pero ¿cuál sería la gracia?
Comedia, te reís. Drama, llorás. De miedo, te asustás.
El caso es que nuestro cuerpo no sabe si estás en el cine o si te está pasando de verdad.
Hoy, en ese rato que uno le dedica al telefonito, que no es poco, ves que todo está basado en la realidad y parece que de eso se trata el atractivo.
En los telefonitos, el mundo ya es un género en sí mismo.
Una vida real basada en hechos reales.
Casi que han dejado de advertirnos que las imágenes pueden herir tu sensibilidad porque, de todas maneras, las miramos.
¿Qué crueldad nueva nos puede sorprender?
Desde desastres naturales matando gente hasta gente matando gente.
O la insoportable ley de la selva, o accidentes por torpeza o por temeridad. Gente grabando su propia muerte. Crueldad con los animales. Uf. Demasiado.
La pregunta sería si es necesaria tanta miserable humanidad explícita.
¿Cuánto nos sumará tener todas esas imágenes en el cerebro?
Cuando vas alcine, escuchás las risas o ves ojos rojos a la salida.
Pero en la calle, y en todas partes, ves gente escroliando el celu con la misma cara de nada.
Parece que todo lo que hiere la sensibilidad de estos seres con empatía que somos, de tanto ver lo mismo, adormece.
Igual, tranquilos. Nos adaptamos a lo que venga. Por algo no nos hemos extinguido, de momento.
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