Uno no sabe muy bien qué decir cuando alguien, de unos 70 años, te dice que ayer se le murió la madre o el padre.
Hay frases hechas para estos casos que tienen más que ver con las buenas costumbres que con la empatía.
Un “Lo siento mucho” alcanza, pero no es creíble. Él, lo siente mucho. Vos, no lo sentís mucho. Es más, te llama profundamente la atención que haya gente de esa edad con padres todavía vivos.
Un humorista inglés decía que, en algún momento de la vida, lamentablemente, uno de tus progenitores va a morir. ¡Pero el otro, no se muere nunca!
Convengamos que nadie que te diga que se quedó huérfano a los 70 puede esperar un gesto exagerado de piedad y compasión de tu parte.
Si uno dice un “bueno, ahora descansa en paz”, está bastante más cerca de la verdad. Porque no descansaba en paz adentro de ese cuerpo modelo 1930, deteriorado y demandante y, si nos sinceramos, nadie del grupo familiar descansaba en paz.
No queremos que se vayan, pero qué bueno si, a su tiempo, se van yendo.
Somos humanos. Somos contradictorios.
Lo que generalmente se ve es que, en un momento dado, empezamos a tratar a nuestros viejos como a hijos. Es piadoso y patético, a la vez.
No creo que les guste. No sé si eso está bien, pero pasa.
Cométe todo que está rico.
¿Querés hacer pichí?
Dale, ponete el saquito que vamos a dar una vueltita.
Me tatuaría estas tres frases en el antebrazo. Entonces, cuando las escuche, me van a resultar conocidas, voy a estirarme la piel para poder leer lo que me tatué, y ahí voy a entender que llegó la hora del “corchazo” o de irme por ahí, con la jubilación cobrada, a un cabarute, por ejemplo, y pedir que me den toda la plata en alcohol, drogas y mujeres. Seguramente me va a alcanzar para medio whisky aguado, un par de besos de rouge en la frente y me van a echar del boliche. Entonces, volveré al geriátrico en un móvil policial, diciéndome en vos baja: ya van a ver el mes que viene, cuando cobre.