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Voy a empezar con una en la que coincidimos todos.

La gente se muere. Todo el mundo entiende eso.

Que no es lo mismo que decir: La gente se “te” muere.

Porque ahí hablás de la muerte de los tuyos y, entender eso, se pone un poco más complicado.

Ni te cuento si tenés el raro privilegio de llegar a la sexta década.

Porque a partir de ahí, como dicen, sólo queda perder.

Perder flexibilidad, perder deseo, perder ilusiones, perder la paciencia y, lo más incomprensible, perder a la gente que querés.

Debería haber un “taller obligatorio sobre la muerte de los otros” para los que no creemos en esa maravillosa esperanza de ingresar a la vida Eterna. (Ok, maravillosa si te toca Cielo). Un taller que enseñara a que no te duela tanto.

Hace pocos días, pude estar con un amigo agonizante, sin poder creer pero casi seguros todos, que se moría.

Si yo hubiera sido creyente, le hubiera dado ánimo y entusiasmo para iniciar esa nueva etapa. Hasta le podría haber dicho que lo envidiaba por lo que le estaba por pasar. Pero si no te la creés, se nota.

Me repito, de memoria, ese poema de Benedetti que, de joven, creía que entendía.

Cuando éramos niños

los viejos tenían como treinta

un charco era un océano

la muerte lisa y llana

no existía.



luego cuando muchachos

los viejos eran gente de cuarenta

un estanque era un océano

la muerte solamente

una palabra



ya cuando nos casamos

los ancianos estaban en los cincuenta

un lago era un océano

la muerte era la muerte

de los otros.



ahora veteranos

ya le dimos alcance a la verdad

el océano es por fin el océano

pero la muerte empieza a ser

la nuestra.

En su última noche, estuve con mi amigo el máximo ratito que pude aguantar.

Me vió, me nombró, me sonrió y me dio la mano.

Creo que no dije nada. (Qué decir?). No, sí. Le dije “tranquilo”, dos o tres veces.

Alguien entró a la habitación y yo salí, casi huyendo y forzando una cara de nada. Nos habían pedido que, por favor, no llorarámos delante de él.