Por allá en Francia en el siglo XI el conflicto de los cataros con los católicos ya tenía más de treinta años y no parecía tener solución, la eterna lucha humana por los bienes, las ideas y las interpretaciones parecía no tener fin. El pobre Domingo de Guzmán se la pasaba rezando a la virgen en una capillita para que lo inspirara en su catequesis para convencer a los peleoneros que la fe nunca llega por la soberbia. De pronto el lugar se iluminó de una manera enceguecedora y apareció la virgen con un rosario en sus manos que le entregó al santo para que lo enseñara a rezar a todos. Ese pequeño regalo se convirtió en el arma de millones de fieles que practicándolo eliminaron de sus vidas las tristezas, enfermedades, defectos, angustias y desesperaciones.