No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan meticulosamente como el tiempo. (E. Cioran)
“¿Qué obtiene la gente con trabajar tanto debajo del sol? Las generaciones van y vienen, pero la tierra nunca cambia. El sol sale y se pone, y se apresura a dar toda la vuelta para volver a salir. El viento sopla hacia el sur y luego gira hacia el norte. Da vueltas y vueltas soplando en círculos. Los ríos desembocan en el mar, pero el mar nunca se llena. Luego el agua vuelve a los ríos y sale nuevamente al mar. Todo es tan tedioso, imposible de describir. No importa cuánto veamos, nunca quedamos satisfechos. No importa cuánto oigamos, nada nos tiene contentos. La historia no hace más que repetirse; ya todo se hizo antes. No hay nada realmente nuevo bajo el sol. A veces la gente dice: “¡Esto es algo nuevo!” Pero la verdad es que no lo es, nada es completamente nuevo. Ninguno de nosotros recuerda lo que sucedió en el pasado, y las generaciones futuras tampoco recordarán lo que hacemos ahora. (1:3-11)
Dicen los expertos en marketing que la palabra que más productos ha vendido en el mundo es “nuevo”. Nuevo método para…nuevo modelo de…nuevo producto con…. Nos apasiona que las cosas sean nuevas. Siempre fue así, pero en nuestra época hemos llegado al paroxismo de lo nuevo. A una idolatría de lo nuevo. Ya no renovamos las cosas porque están averiadas o superadas en su utilidad, lo hacemos simplemente porque hay una más novedosa. Hasta en las dimensiones menos materiales de nuestras vidas también estamos atentos a escuchar y recibir lo nuevo. De allí que constantemente aparezcan también nuevos productos religiosos, seudo-espirituales o de autoayuda. Lo conocido nos cansa; pierde su efecto dinamizador sobre nuestro ánimo y expectativas y nos fuerza a buscar algo que todavía no hayamos probado.
Pero el Eclesiastés, nos da de pronto un golpe en la mandíbula que a primera vista nos desconcierta: “no hay nada nuevo bajo el sol”, nos asegura. En el plano de la existencia humana, en realidad siempre se ve y sucede lo mismo. Para las personas de nuestro tiempo (tan acostumbradas a los cambios vertiginosos), esta declaración de Eclesiastés nos resulta cuanto menos extraña.