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En esta editorial, a horas de conocerse la noticia del triple femicidio narco de Lara, Brenda y Morena, las primeras reflexiones en torno de un problema estructural: la violencia de género.

El sistema despliega una maquinaria de seducción que exhibe el lujo como horizonte de realización personal, algo que funciona como fetiche —un objeto de deseo que promete pertenencia, ascenso social y reconocimiento—, pero que en realidad opera como un dispositivo de disciplinamiento: un señuelo que deslumbra, para luego castigar con la misma violencia que aparentaba ofrecerles escape.

En este engranaje, las mujeres jóvenes son las más expuestas. No porque eligen “mal” o porque “se arriesgan”, sino porque el patriarcado y la economía del narcotráfico las colocan en un lugar de vulnerabilidad estructural. Allí el poder se ejerce en términos políticos: se decide quiénes merecen vivir y quiénes pueden ser desechadas. El cuerpo femenino es el soporte donde se inscriben los mensajes mafiosos, la vida se convierte en un bien precario, siempre a merced de ser sacrificado.

El triple femicidio narco de Lara, Brenda y Morena revela esta trama con brutal claridad. Tres adolescentes y jóvenes asesinadas no solo por un circuito delictivo, sino también por un orden social que convierte a las mujeres en material descartable y la muerte como escarmiento, como mensaje ejemplificador que reafirma las jerarquías de género.

Hablar de estos crímenes es nombrar una violencia estructural que combina capitalismo neoliberal, patriarcado y criminalidad organizada. Una violencia que legitima la desigualdad y que, al mismo tiempo, sostiene una economía política de la muerte.