Este documento sintetiza la evolución de la cristología cristiana desde la era apostólica hasta el Concilio de Nicea en 325 d.C. Se argumenta que la Crisis Arriana no fue un evento aislado, sino la culminación de una trayectoria teológica iniciada dos siglos antes, impulsada por la necesidad de articular la fe en Cristo dentro de marcos conceptuales cambiantes, desde el lenguaje narrativo post-apostólico hasta la filosofía griega. Nicea representa la transición forzada de un cristianismo definido por la práctica a uno definido por un credo técnico y vinculante, forjando un nuevo lenguaje para defender su fe más antigua.
La Iglesia primitiva poseía una convicción fundamental de que Jesús era intrínseco a la identidad del único Dios de Israel. Esta fe, arraigada en la adoración y el kerygma (proclamación), carecía de un lenguaje teológico preciso y universalmente aceptado. No surgió de la filosofía, sino de la experiencia transformadora del Cristo resucitado, siendo una realidad litúrgica y existencial antes que doctrinal. Los primeros cristianos adoraban a Jesús como Kyrios (Señor) y lo reconocían como agente de salvación y creación, manteniendo un monoteísmo inquebrantable. Como señala Justo L. González, el evangelio se "injertó en la historia humana en aras de nuestra redención", ligando la fe y su doctrina al contexto histórico.
Desde sus orígenes, la fe cristiana albergaba una tensión: el monoteísmo ético de Israel ("Jehová nuestro Dios, Jehová uno es" - Deuteronomio 6:4) y la adoración a Jesús como Señor, atribuyéndole prerrogativas divinas. Esta "ambigüedad fecunda" no era una contradicción para los primeros creyentes, sino el corazón del misterio revelado. La pregunta no era si Jesús era Dios, sino cómo era Dios sin comprometer la unidad divina.
Los Padres Apostólicos (Clemente de Roma, Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna) vivieron esta tensión sin conflicto. Para Ignacio de Antioquía, Jesús es "nuestro Dios" (ho theos hemon), afirmando su doble realidad: "un solo Médico que es a la vez carne y espíritu; engendrado y no engendrado; Dios existente en la carne; verdadera vida en la muerte; tanto de María como de Dios; primero pasible y luego impasible, Jesucristo nuestro Señor". Esta era una cristología de identidad, sin especulación metafísica sobre el modo de unión.
La distinción entre Padre e Hijo en esta era era funcional (oikonomia), basada en sus roles en la salvación. El "Padre" era el Dios eterno e invisible; el "Hijo" era el mismo Dios hecho visible en la Encarnación. El título "Hijo de Dios" se refería a la manifestación de Dios en carne, un evento con un comienzo en el tiempo. Según David Bernard, la distinción no era entre dos personas divinas, sino "entre el Espíritu eterno de Dios y el auténtico ser humano en quien Dios se encarnó plenamente". El Espíritu Santo era visto como el Espíritu del único Dios, a menudo identificado con Cristo mismo.
Notablemente, hay una "completa ausencia de un vocabulario trinitario". Términos como "Trinidad", "tres personas" o "consustancial" no aparecen. Las referencias triádicas eran litúrgicas y no implicaban una estructura ontológica de tres personas. Esta teología, profundamente cristocéntrica y monoteísta, era más bíblica que filosófica, y su "ambigüedad" era una síntesis estable para una comunidad judeocristiana. El "problema" solo surgiría con la colisión con la filosofía griega.
A mediados del siglo II, el cristianismo enfrentaba ataques intelectuales paganos. Los Apologistas Griegos (Justino Mártir, Tatiano, Atenágoras, Teófilo de Antioquía), filósofos convertidos, buscaron defender el cristianismo como la "verdadera filosofía". Encontraron terreno común en el concepto del Logos (Verbo).
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