Los 40 grados a la sombra me empujan dentro del restaurante del payaso Ronald. Tras la puerta automática, el reino del aire acondicionado y las calorías se abre ante mí.
Voy al mostrador. Me atiende una portorriqueña algo estresada. Pido un Mcmenú en vez del helado que tenía en mente. Pago con un billete de diez, me cobra 7,10. Me da el numero 69 y el cambio. Miro la pantalla: van por el 66. Delante de mi, tres venezolanos esperan con sus mochilas cuadradas. Uno de Globo, dos de Just eat.
Cargan las mochilas con los pedidos y van fuera por sus bicis. Trabajar en el delivery en pleno verano mas que un trabajo parece un suicidio. Pero cuando la vida te pone contra la espada y la pared, lo mejor es elegir la espada.
Tomo mi bandeja, y ocupo una mesa. Abro los sobres de kétchup. Observo con extrañeza el vaso de Coca-Cola: no lleva tapa y la pajita parece una cerbatana de cartón. Un mejicano desde otra mesa se da cuenta de mi extrañeza y dice, «hace rato que no usan popotes de plástico, por el cambio climático y todo esa chingadera».
Sorbo la coca pensando si pondrán tapita de cartón al refresco cuando lo encargas para llevar o te dan plástico a escondidas cobrandote un suplemento como las bolsas del super.
Se abre la puerta y pasa un grupo de adolescentes, miran raro. Sigo a lo mío, bañando las patatas en kétchup.
Se abre la puerta de nuevo, entra una pareja y un nene. La mujer regaña al niño:
— Ven aquí. No molestes a la gente.
Aprietan el paso y miran raro.
No sé que miran. Son las seis y media de la tarde y el salón esta desierto. Solo estamos el staff, los adolescentes, el tipo de la mesa de al lado, y una mujer que me da la espalda en la mesa de la entrada.
Empiezo a comerme la ensalada. Y la mujer de la puerta se gira. Me mira comer. Sonríe: no tiene dientes.
Se levanta y señala un carro de la compra que tiene al lado. Asiento con la cabeza. Supongo que quiere que lo cuide mientras va al baño.
Acierto.
El carro esta tan vacío como el corazón de muchos.
Aun así lo cuido.
Al pasar delante mía la observo de reojo.
Tiene pelos en el sobaco: blancos y largos. Por eso las miradas raras.
Termino mi ensalada, y hago tiempo, para no dejar su carro descuidado. Regresa, me hace el símbolo de ok con la mano. Supongo que mis responsabilidades terminan aquí.
Me levanto, rebusco en mi cartera, deposito unas monedas sobre su mesa. No la miro. Sé que le estoy dejando la vuelta del billete de diez: 2'90. Pienso que son las sobras, porque son las sobras. Y me doy asco. No puedo evitarlo.
Esta vez habla: dice «Gracias, amigo» con una voz que no coincide con su apariencia: suena a niña nueve pero luce de setenta.
Es la voz de alguien que necesita que la miren con el corazón, no con los ojos.
Me marcho. Y una frase de Roberto Arlt arrincona mi conciencia «Doy gracias a Dios por haber fabricado un ser tan lindo, que con su sola presencia nos enternece y nos hace olvidar todo lo que hemos aprendido a costa del dolor».
Suspiro. Oculto mi vergüenza confundiéndome por la calle entre la gente.
Pienso que no sé que será de ella. No sé que será de mi. No sé que será de los Venezolanos. No sé lo que será de la Portorriqueña, ni del güey de los popotes. Lo que sí sé es que la vida es un McDonald's. Y todo nos iría mejor si nos ayudáramos en vez de mirarnos raro.