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Jeremías fue uno de los grandes profetas del Antiguo Testamento, activo entre los siglos VII y VI a. C., durante uno de los períodos más convulsos de la historia del antiguo Israel: la caída de Jerusalén y el exilio en Babilonia. Jeremías nació alrededor del año 650 a. C. en Anatot, cerca de Jerusalén, en el seno de una familia sacerdotal. Comenzó su ministerio profético durante el reinado del rey Josías, y lo continuó bajo los reyes Joacaz, Joacim, Joaquín y Sedequías, hasta después de la caída de Jerusalén en 586 a. C., cuando el Templo fue destruido y el pueblo judío deportado a Babilonia. El mensaje de Jeremías fue profundamente crítico y doloroso, centrado en la infidelidad del pueblo de Judá a la alianza con Dios, denunciando la idolatría, la corrupción social y religiosa, y la falsa seguridad de confiar solo en el Templo. Predijo repetidamente el juicio divino que vendría en forma de destrucción y exilio. Sin embargo, también ofreció palabras de esperanza: habló de un nuevo pacto que Dios haría con su pueblo, uno que estaría escrito en sus corazones (Jeremías 31:31-34), un concepto que sería retomado en el cristianismo como anuncio del Nuevo Testamento. Jeremías es conocido como el “profeta llorón” o el “profeta de las lágrimas” por la intensidad emocional de sus lamentos, que expresan su sufrimiento personal por el destino de su pueblo. También tuvo una vida marcada por la soledad, la persecución y el rechazo. A menudo fue encarcelado, golpeado y acusado de traidor por sus contemporáneos. El Libro de Jeremías, atribuido a él y a su escriba Baruc, recoge sus profecías, visiones, relatos autobiográficos y oráculos contra naciones extranjeras. Su estilo combina prosa y poesía, y es uno de los libros más extensos de la Biblia.