¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis, matáis y ardéis de envidia y no podéis alcanzar, combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis…“ (Santiago 4:1,2). La naturaleza del hombre ha sido siempre tendiente a querer ser mejor que los demás, superarlos, sentir que nadie es mejor que uno. Esto, por supuesto, no obra paz ni armonía sino odio y violencia. ¿Por qué no nos conformamos con lo que somos, lo cual no quiere decir no buscar nuestra superación sino hacerlo sin pretensiones de grandeza o superioridad? La envidia carcome el corazón, nos hace codiciar lo que otro tiene y desvalorizar nuestros logros; convierte en amargura la vida de las personas y por ellomuchos aborrecen a sus semejantes, se aíslan, tratan de destruir a los demás, menospreciarlos y aun hasta lo peor: quitar la vida,matar; tal el caso de Caín que por envidia mató a su hermanoAbel.