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Imagínese, por un momento, nacer en una familia afectada por la pobreza extrema. En esa condición, usted vive en una familia disfuncional y condenada al fracaso. Una familia sin esperanza, y sin ninguna expectativa positiva para el futuro. Es una familia que está sufriendo, por no poder sustentar las necesidades más básicas para la vida. Y lo peor de todo, es que a nadie en este mundo le importa en absoluto.

Pero, ahora, imagine que llega un hombre amable, gentil y misericordioso, el cual, además de tener todas estas buenas cualidades, es sumamente rico y poderoso. Este hombre le ofrece, no solamente, ayudarlo, sino recibirlo en su gran mansión, para convertirlo en su propio hijo.  Este hombre le ofrece todo lo que su propia familia natural jamás podría darle, y, además, se lo ofrece gratuitamente. Todo lo que tiene que hacer usted, es aceptar ser su propio hijo. Ahora, ¿Le parece una historia descabellada? Pues, eso es exactamente lo que le sucede a cada persona que pone su fe en Jesucristo.

A medida que Pablo profundiza en este octavo capítulo de Romanos, continúa ilustrando la superioridad de la vida espiritual. Ya nos ha hablado de la liberación y los cambios que hay en esa vida. Ahora, en estos versículos, él nos habla de las bendiciones de la vida espiritual.

Pablo nos dice que cada persona que ha obedecido el evangelio, ha sido traída a la familia de Dios, y disfruta de todos los derechos, privilegios y promesas que todo hijo de Dios tiene, por su bendita bondad y misericordia. No, ningún hombre sobre la tierra merece tantas bendiciones, pero por la gracia de Dios, puede acceder a ellas a pesar de la vida miserable y oscura que haya tenido.

Miremos, pues, estos versículos, para recordar o para conocer las bendiciones de la vida espiritual.