Los días de viento norte parece que estuviera más cerca porque las ráfagas calientes lo arriman al villorrio en el ronquido de los tronzadores. Con todo no dista más de media legua. Está en el mismo lugar donde comenzaron a aserrar los primeros rollizos, poco después de la Guerra Grande, cuando se subastaron las tierras del fisco dicen que para pagar las deudas a los vencedores de la Triple. Lo que resulta divertido porque es como si los deudos del muerto, a lo largo de diez generaciones, hubieran tenido que matarse trabajando para pagar al matador los gastos de la muerte y del entierro, justo un cuento para velorio; pero uno va y lo cuenta en un velorio y no se lo ríen ni a cañonazos porque a la gente no le importa nada de nada, y menos desde luego lo que ha pasado hace mucho tiempo. Así como tampoco le importa lo que ha pasado hace poco y lo que puede pasar. No hay memoria para el daño, como no hay cosa buena que pase, pues la gente no se acuerda de nada.
Tal vez esto después de todo sea lo mejor. Y lo mejor de todo es que tal vez no pueda ser de otra manera, porque esta tierra, al menos la que yo conozco de la región del Guaira donde nací, ha quedado nomás como enterrada en el pasado. La tierra y los hombres. Y si me apuran, yo diría que hasta los animales, no sólo los de yugo y corral, sino hasta las fieras del monte. Todo: las víboras, los insectos, hasta los pájaros que vuelan ladeados como si fueran a caerse a cada momento al chocar contra la blanca pared del calor que tapa el horizonte por donde se lo mire.