Dos libros del Antiguo Testamento llevan el nombre de Reyes, pero en realidad deben considerarse como una sola obra, que forma parte de la gran Historia Deuteronómica (véase la Introducción a Josué). En ella se habla del fin del reinado de David, el reinado de Salomón, la división del reino en el reino del norte (Israel) y el reino del sur (Judá), y la destrucción de estos dos reinos.
En esa época abundaban la desobediencia a las enseñanzas de Dios, la adoración a otros dioses, y el maltrato a los pobres y débiles. Por esta razón Dios envió a los profetas con un mensaje de advertencia y castigo. Cuando fue necesario, los profetas también proclamaron un mensaje de salvación y restauración.
En la primera parte de este libro sobresale la figura de Salomón (capítulos 3—11). En un primer momento, Salomón aparece como el rey ideal descrito en 2 Samuel 7 y 23, que pide sabiduría para gobernar y tiene el privilegio de construir el templo. Sin embargo, en la segunda parte de su reinado, Salomón se desvía totalmente de ese ideal: sus esposas extranjeras lo convencen de construir templos y altares a otros dioses, y como rey fue injusto con el pueblo (1 Reyes 11.9-11).
A partir del capítulo 12, el primer libro de Reyes habla de la división del reino: el del norte, con diez tribus, y el del sur, con dos, evaluando en forma alternada a los reyes de ambos reinos. Según esta evaluación, todos los reyes de Israel siguieron el mal ejemplo de su primer rey, Jeroboam I. Por eso, una y otra vez aparece el estribillo:
[nombre del rey] desobedeció a Dios y cometió los mismos pecados con los que Jeroboam había hecho pecar a Israel.
Este libro termina con la triste historia del rey Ahab y la aparición del primer gran profeta, Elías (capítulos 17—22). Ahab y su esposa extranjera, Jezabel, representan los dos pecados que constantemente condenaron los profetas de Dios: la adoración a otros dioses (infidelidad) y el maltrato a los pobres y débiles (injusticia).